8 de enero de 2009

Del paraíso al infierno

Como un violento puntapié en la boca del estómago, la sorda deflagración de las bombas sobre Gaza marca brutalmente la frontera entre el paraíso y el infierno. Espesas columnas de humo negro ensucian, en cámara lenta, un límpido cielo azul, mientras dos teledirigibles atiborrados con cámaras de observación parecen suspendidos en el aire y los helicópteros dan vueltas como buitres. Lo demás, como en una pesadilla, es silencio.

Por absurdo que parezca, es fácil pensar en el edén durante los 100 kilómetros que separan Jerusalén de este castigado territorio palestino, sometido a los ataques de Israel desde hace 12 días para poner fin a los disparos de cohetes que Hamas lanza contra su población desde 2001. Esta es probablemente una de las zonas más verdes, fértiles y apacibles del país. La tradición asegura, además, que es el lugar donde Salomón hizo el amor con la reina de Saba.

Región ganadera y cerealera por excelencia, las onduladas planicies que corren paralelas a la costa mediterránea hacia el Sur están atravesadas por excelentes rutas y explotadas por prósperos kibutz. Cactus, cipreses, palmeras, encinas, eucaliptos y cítricos crecen insolentemente en una de la zonas con más agua de Israel.

En ese decorado idílico, los tanques aparecen de repente sobre la derecha, plantados en medio de la vegetación. Son una docena y están estacionados a escasos kilómetros de la Franja de Gaza. Los otros, "varios centenares de tanques", según la población local, estuvieron estacionados en este mismo sitio durante varios días, hasta que el Ministerio de Defensa israelí decidió lanzar el asalto terrestre el sábado pasado.

"Ahora, están todos dentro de Gaza", dijo a LA NACION un habitante del kibutz Nir´am, ubicado a un tiro de piedra de la frontera. Los blindados y los soldados que pasaron por aquí ahora están dentro de Gaza participando en una guerra sangrienta que ya ha provocado la muerte de cerca de 700 palestinos y siete soldados israelíes, y herido a unas 3000 personas desde que comenzó, el 27 de diciembre.

Gaza está tres kilómetros hacia el Oeste, a orillas del mar. Es un amasijo de centenares de lúgubres cubos de cemento gris, pegados y apilados unos sobre otros, donde viven como pueden cerca de un millón y medio de habitantes, y donde hoy sigue cayendo una lluvia de bombas que siembran pánico y desolación.

Ya se sabe: la prensa no puede entrar en Gaza. Decenas de corresponsales y enviados especiales se apiñan en un montículo cercano, donde las cámaras intentan captar imágenes de las explosiones y las bombas que estallan dentro de la Franja y los cohetes que dispara Hamas. Pero si los periodistas pudieran entrar, tendrían primero que atravesar una barrera de alambres de púas de unos tres metros de altura, después un no man´s land sembrado de minas y, finalmente, un segundo muro de alambre de púas.

¿Hace falta decirlo? Gaza es una prisión a cielo abierto de 360 kilómetros cuadrados. Una prisión para palestinos, pobres, sin esperanza, sin trabajo y sin futuro, donde una parte de su población, Hamas, un día enloqueció y se propuso exterminar al Estado de Israel. Así transformó en rehenes al resto de los gazatíes. Una prisión cuyo carcelero, Israel, ha sido incapaz de dar una solución adecuada.

"Esto es una prisión. Ponga usted un millón de personas hacinadas en un sitio, enciérrelas con alambre de púas y aliméntelas con comida que envía la comunidad internacional. ¿Acaso eso es otra cosa más que una prisión?", se lamentó Munir en comunicación telefónica desde el sótano donde permanece escondido con su mujer y sus ocho hijos en un poblado del norte de Gaza.

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